Idioma : español
Catorce cuentos escritos en distintas épocas.
Fragmento
“
Animal de compañía
Me he despertado con el terror en el vientre. Conozco esa sensación, no sé ni por qué lo menciono. Cada amanecer, estoy segura de que incluso cuando estoy todavía dormida, el bicho está ahí instalado dispuesto a fastidiarme. Es un viejo conocido. Tiene tentáculos que se alargan y se encogen a su gusto, según le apetece (a pesar de los años, aun no he entendido cuál, y si tiene, es su lógica o su motor). Su voluntad no es la mía, creo, pero tampoco estoy segura. No estoy segura de nada, en realidad, en lo que respecta a la alimaña. A veces me digo que quizás lo esté dirigiendo yo sin saberlo, igual que un dron o un dirigible, sobre cuyo mando a distancia me hubiera sentado encima sin darme cuenta. A cada movimiento de mis posaderas, la alimaña se agranda o se atenúa, sube o baja, grita o se calla.
Cada mañana quiero arrancarme el miedo de la tripa. Pero él ni se inmuta, para mí que hasta sonríe. De hecho, nos conocemos tanto que no debería darle tanta importancia. Intento hacer respiraciones yóguicas para relajarme y disolverlo en mi mente, también con visualizaciones. Parece que eso, en lugar de espantarlo, lo alimente. Le da como arrogancia, alas. Se lo cree todo permitido. Tal vez nacimos a la vez. O puede que un hada madrina despechada me lo concediera en el cuento de mi nacimiento.
En ocasiones lo noto como un tipo de cangrejo, aunque le pega más ser pariente del pulpo. Una vez vi una película de serie Z llamada El Blob. Era bastante cómica y terrorífica, lo mismo que mi pánico. Un monstruo venido del espacio invadía la tierra a través de las canalizaciones hasta salir por los grifos de las casas. Era un chicle de color rosado que crecía y crecía, tragándose todo lo que se ponía a su paso. Algo así es lo que tengo en el abdomen, aunque más modesto Y no creo que sea rosa.
Me levanto y mi blob personal se torna pesado, es un yunque. He intentado desembarazarme de él con psicoanálisis, terapias varias, shiatsu, homeopatía, yoga, QiGong, Tranquimazín y Prozac, entre otros, con resultados temporales y parciales. En ocasiones he pensado que había desaparecido y me atrevía a vivir con felicidad, pero ca, es solo que se aburre y juega al escondite pegándose a los intestinos, como quien no quiere la cosa.
Hoy está fuerte, ni que le hubiera dado vitaminas. Es que a ratos se endiosa y no hay manera de calmarlo.
Me incorporo con dificultad y me levanto de la cama. Si hiciera sol sería más fácil. Creo que mi miedo se alimenta de nubes.
Intento recordar a qué le temo. Oscuridad, personas que no conozco, hacer el ridículo, la inevitabilidad de la muerte, no poder dormir, la posibilidad de la traición, no conseguir realizar algo, el pozo sin fondo de la angustia, el riesgo de traicionar, el conflicto (así, en genérico). Los monos pequeños, porque a los diez años uno me mordió en una pierna y me tuvieron que dar una inyección. Más que temerlos, desconfío con furia. Es que fue un suplicio. Eso sí es precaver, que para eso sirve el miedo, para aprender de las experiencias y sobrevivir. Ahora, cada vez que veo un mono pequeño sé lo que puede pasar, por lo que salgo por patas, por mono que sea. Y las arañas.
Ahora pasamos a la primera división de la repugnancia, que es un espanto lleno de pelos y picos y ojos.
Me avisa que sigue ahí, por más que me duche, me peine, me vista, desayune. Sus patitas en forma de ventosa me cosquillean el plexo solar. Hago caso omiso. Disimulando, que es gerundio. Delante de quién, se me podría preguntar, si no hay nadie más en casa. Son muchos años de camuflaje y me he condecorado a mí misma con el premio Nada de la mejor actriz. El momento justo antes de salir de casa es el más complicado. Los pies se agarran al suelo como sanguijuelas. El bicho debe mirar para otro lado, como si no fuera con él, vaya si me lo imagino. Sé que tiene apoyos en todo mi ser, un verdadero déspota. Cuando dicen que los bajitos son los que peor baba tienen…
Esa mañana, como siempre, mis intestinos clamaron y protestaron contra la invasión perpetua del ocupante. Como siempre, intenté hacer oídos sordos; había que salir, afrontarse con el mundo y ganarse el pan. Cargada como una mula de informes y aprensión, las ondulaciones del parqué hicieron el resto. Me desplomé no sin haber intentado agarrarme a cualquier cosa que pudiera impedirme caer, y lo único que conseguí fue aplastarme contra el respaldo de una silla antes de besar el suelo. Qué batacazo, aun me acuerdo. Sentí un dolor en la barriga por el impacto contra el asiento de metal, y acto seguido una sensación de vacuidad, como si me hubieran arrancado algo. Oí su precipitación alejándose de mí hacia una pared de la sala. Solo alcancé a ver su colita cuando se internó en una rendija del zócalo. No tenía tiempo de ocuparme, así que salí corriendo para no llegar tarde al trabajo.
Aquella jornada fue sobre ruedas. Las tareas parecían hacerse solas, sin esfuerzo e incluso alegría. El tiempo y la vida se aceleraron. Al cabo de una semana, osé pedir un aumento y me lo concedieron. A partir de entonces, me atreví a presentar todo tipo de proyectos, y en poco tiempo fui ascendida. En el despacho todos alababan mi audacia, menos los enemigos que iban aflorando, con los que fui despiadada. Hasta llegué a ser amante del subdirector, que se hundió en una depresión cuando lo dejé por aburrimiento. Me nombraron subdirectora en su lugar, y logré mejorar las finanzas de la empresa.
A pesar de los éxitos de mi nueva existencia, sufría un vacío que no cesaba y no impedían cierta tristeza. Una noche me acerqué a la ranura del zócalo casi sin pensar. Quizá tendría que reparar la grieta. Me agaché y palpé la hendidura. Metí la punta de un dedo, en busca de no sé qué. En otro momento jamás me hubiera atrevido por si se escondía alguna araña. Eso me hizo sonreír, ahora que nada me acobardaba. Me vino a la mente la nana que me cantaba mi madre en mis noches de pesadillas y me puse a canturrearla. Una brizna de nostalgia me invadió. Me toqué la panza como una madre sin hijo. Las noches siguientes instauré el ritual de acudir al zócalo antes de acostarme. Algo en mí se fue diluyendo, el valor, el descaro, todas esas cualidades que había revelado mi orfandad de miedo. El paso del tiempo se fue ralentizando, dificultando como en mi otra vida. Una madrugada de insomnio comprendí. Volví a la fisura del rodapié, ya convertida en altar. Inserté el índice sin reflexionar. Sentí una vibración y algo como una caricia en la yema del dedo. Sé que se siente solo y él sabe que yo también.,
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